martes, 4 de diciembre de 2012

Monserrat Cultural Nº 57


Imagen de Tapa: “Una lluvia en la ciudad”, de Sithzam.

Editorial



Comparto dos textos que hablan del tiempo y sus vueltas. Buen fin de año para todos, y mejor comienzo.
El editor

El viaje
Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien.
Otros médicos, que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al fin de sus días, mueren queriendo alzar los brazos.
Y así es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto, y por muchas palabras que le pongamos. A eso, así de simple, se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.
Los juegos del tiempo
Dizquedicen que había una vez dos amigos que estaban contemplando un cuadro. La pintura, obra de quién sabe quién, venía de China. Era un campo de flores en tiempo de cosecha. Uno de los dos amigos, quién sabe por qué, tenía la vista clavada en una mujer, una de las muchas mujeres que en el cuadro recogían amapolas en sus canastas. Ella llevaba el pelo suelto, llovido sobre los hombros.
Por fin ella le devolvió la mirada, dejó caer su canasta, extendió los brazos y, quién sabe cómo, se lo llevó.
Él se dejó ir hacia quién sabe dónde, y con esa mujer pasó las noches y los días, quién sap cuántos, hasta que un ventarrón lo arrancó de allí y lo devolvió a la sala donde se amigo seguía plantado ante el cuadro.
Tan brevísima había sido aquella eternidad que el amigo ni se había dado cuenta de su ausencia. Y tampoco se había dado cuenta de que esa mujer, una de las muchas mujeres que en el cuadro recogían amapolas en sus canastos llevaba, ahora, el pelo atado en la nuca.
Eduardo Galeano, Las bocas del tiempo.

Entorno del mito



Gran ciudad
Por Noé Jitrik (Fuente: Página/12)

Desde un gran ventanal de un café de los viejos, con valientes mesas de madera, de los que quedan por suerte en Buenos Aires, veo aproximarse, con paso ligero, a una pareja. La mujer y el hombre están tomados de la mano, se dicen algo y sonríen, acaso se trate de una trivial escena de amor urbano, me imagino que en el campo, falto de cafés, cosas así no se vean aunque sin duda también existen.
Pero hay algo especial en esa pareja: ella es rubia, bella, elástica, blanca; él es negro, negrísimo, muy apuesto, igualmente ágil. Por alguna razón que no puedo explicarme lo que veo me interesa, me parece que ese encuentro significa algo más, importante, que lo que significan los encuentros corrientes y previsibles entre hombres y mujeres. De inmediato, también sin saber por qué, me digo “estamos en una gran ciudad”. La expresión, así como se forma en mí, es contrastante: ¿antes no estábamos en una gran ciudad?
Pienso en la pareja y me surge una respuesta: acaso yo estaba ya desde hace tiempo en una gran ciudad y no lo sabía del todo, pero ahora que los veo caminar con elegancia, algo, muy parcialmente por supuesto, se me aclara: esta ciudad carecía de población negra desde hacía muchos años, no era, es seguro que nunca lo fue, como La Habana, Río o Cali o San Juan de Puerto Rico y aun Montevideo: los negros que habían sido esclavos, como en toda América, y manumitidos por ley en un temprano 1813, por decisión de una Asamblea en la que el concepto francés de derechos del hombre era un motor de la civilización cuya aurora se anunciaba, fueron no mucho después exterminados, carne de cañón de las guerras civiles, hasta no dejar más vestigios que raras celebraciones anuales o mínimos guetos de caboverdeanos. Desde hace poco, se ven en las calles de esta ciudad negras y negros recién venidos del Brasil, de la República Dominicana y en menor medida de Africa, muy de tanto en tanto mezclados con blancos, vaya uno a saber en qué lugares habrán obtenido refugio, trabajo y consideración aunque, y aquí viene lo de la gran ciudad, la embellecen, la hacen más cosmopolita, más interesante.
¿Cómo, cuándo y por qué se puede decir que una ciudad es una “gran” ciudad? Respecto del cómo es una cuestión de lenguaje, no es fácil disponer de él; respecto del cuándo se diría que es cuando se le cae a uno encima el asunto y eso no ocurre con frecuencia. El por qué desencadena una reflexión, una inquisición, habría dicho Jorge Luis Borges cuando, deslumbrado, recorría las calles de una ciudad que juzgaba eterna, como el aire y el agua. La visión de esa pareja desencadena en mí ese “por qué”, le da cabida, no me resulta extravagante ocuparme de tal tema, después de todo vivo en grandes ciudades, Buenos Aires, México, de modo que me atrevo a responderlo.
Por empezar, se tiene, por lo general, una impresión, que parece inequívoca, de estar en o frente a una gran ciudad y esa impresión está sostenida, en lo inmediato, por una noción de tamaño, pero uno sabe que una cosa es una ciudad grande y otra una gran ciudad, el adjetivo puesto de una u otra manera hace una diferencia importante. O sea que el tamaño no es un factor decisivo para estar en condiciones de afirmar que una ciudad, por más grande que sea, es una “gran” ciudad. Así que debe ser por otra cosa, que es lo que la pareja frente a mis ojos acaba de despertar.
Ahora bien, ¿es suficiente que una pareja bicolor transite por las calles para considerar que el escenario en el que tiene lugar ese romance sea una “gran ciudad”? Tal vez no, pero lo que es innegable es que puede ser un súbito indicio, una punta para pensar en tan considerable tema, puesto que una pareja como ésa en la calle, visible y contenta, se enfrenta con una sólida red de prejuicios así como, y es eso lo que permite ver muchos otros tipos de parejas, sólo hay que poner atención: hombres y mujeres de diferente contextura –coreanos y chinos, rusos y argentinos, bolivianos y peruanos– y de muy extraordinario aspecto, hombres de largas barbas flotantes, vestidos de negro, que calzan sombreros casi de copa, seguidos a pocos pasos por mujeres con pelucas y apreciable cantidad de niños atrás, se diría que se dirigen al Muro de los Lamentos. Y ni hablar, cada vez más evidentemente, como es notorio y legal, hombres y hombres, mujeres y mujeres. Comienzo a creer que en ese espectáculo, que se desarrolla sin temor a lapidaciones ni insultos procaces, empieza suavemente a definirse lo que es una “gran ciudad”. O sea un lugar en el que los prejuicios dan un paso atrás y dejan escuchar un murmullo múltiple, rostros diversos, lenguas extrañas, modos de caminar y de moverse que si no asombran al menos tocan una fibra sensible en el corazón de quienes están orgullosos de vivir en una “gran ciudad”.
Estoy pensando en términos de presente, lo cual también es limitado, porque una gran ciudad no nace, sino que se hace después de un largo proceso que no es sólo una lucha contra el tiempo; es una acumulación histórica por lo general producida muy dramática y secretamente, después de haber pasado por numerosas indecisiones: políticas, culturales, sociales. Después de un sacudimiento, por ejemplo, cambia la relación entre las personas, crece un entendimiento, brota una identidad basada ya no en grotescas afirmaciones xenofóbicas sino en el cambio que inevitablemente ha tenido lugar. Una dictadura, por ejemplo, que, como es sabido, intenta acallar esos rumores humanos, cuando cae genera un reencuentro, nuevas formas de hablar, nuevas formas, inclusive, de amar. Una invasión, cuando declina o concluye cambia los temperamentos, hay una revitalización de las miradas, el enemigo de la grandeza de una ciudad, al desaparecer, crea las condiciones para un salto, eso que llamo, en su conjunto, en todos los que se produjeron, una acumulación histórica.
París no sería París sin la guerra de 1870; Berlín no habría sido Berlín sin el final de la guerra del ’14; México no sería México sin la Revolución y eso que fue al mismo tiempo cambió cuando el gran terremoto de 1985; Buenos Aires habría seguido siendo una aldea si no se hubieran producido huelgas y proclamas, movimientos sociales de una energía incomparable.
En suma, ignoro, entre tantas cosas que ignoro, por qué una ciudad es una “gran ciudad”, pero me atrevo a decir que sé cuándo lo es; tal vez porque siento que estar ahí de alguna manera me llena, porque lo que pasa ante mis ojos posee una significación, porque algo vibra en mí junto a sus muros, por sus calles, por su gente.

Poesía porque sí




Solo eso

Se trata de no escuchar
el ruido de mi propia cabeza,
nada más.
Reducir obsesiones y fracasos
a simple caligrafía,
palabras inofensivas
de las que me puedo burlar.
No hay profundidad
No hay estética
-si lo hay es solo por accidente-
solo un tipo cansado
de escucharse a sí mismo.
Solo eso.

Fernando Escobar Páez



Oficio

Este oficio el de transitar por tu ausencia
impregnada de palabras caricias

                                                 espejos rotos

multiplicados infinita e indefinidamente
en el abismo de la nada

                                                 que trepa

por cavidades itinerantes
extraviándose en las pueriles y cotideanas dimensiones

                                                del vacío devenido

en un ser que se forja con la aurora
y se evanece con el alba
en insistente usura del tiempo que ocupo

                                              en este oficio

de rozar apenas, tu materialidad

Moira Nardi

Monserrat Cultural Nº 55