lunes, 28 de septiembre de 2009

MICRORRELATOS

La playa
Por: Oscar Fortuna

Era verano y el frío agarrotaba la superficie como casi siempre; el sol pegaba en la cara y dolía; el reflejo contra la nieve me cegaba y oscurecía mi humor, en lo que era mi único día de descanso.
Hacía poco que habían sacado la veda invernal; por fin luego de tantos años las aguas habían comenzado a bajar y el planeta estaba reparando él solo lo que nosotros le habíamos hecho. Por fin habíamos recuperado el norte y el sur en las brújulas, pero esta vez sin polos de hielo. De eso hace ya tanto tiempo, que pocos lo recuerdan... y tratan de olvidarlo.
Pero ahora las cosas mejoran y por fin puedo sacarme este traje pegajoso y sentir el aire lastimando mi piel. Dicen que si estás más de media hora te congelas, pero vale la pena arriesgarse por sentir el viento acariciando nuestros famélicos cuerpos.
Toda la infraestructura donde me encuentro estaba pensada para crear una atmósfera de playa, pero nadie cree ya en eso. Nadie se mete al agua, es demasiado peligroso hacerlo luego de la gran guerra biológica; y casi todos nos limitábamos a estar parados con los brazos extendidos abrazando al viento. Qué sensación sublime esta; es lo único que me hace sentir vivo. Por eso al final me decidí, y ahora sé que voy a quedar como muchos otros abrasados por el aire gélido, clavado mi cuerpo para siempre en esta playa de muerte, mientras mi alma por fin libre se va con el viento.

Encuentro con el verdugo
Por: Pablo de Santis

Tuve que viajar por motivos de trabajo a una ciudad del norte. Llegué a la caída del sol y caminé en busca de alojamiento. En todas partes me decían lo mismo: no había lugar para mí. Entré en la calle más angosta y oscura de la ciudad, confiado en que nadie más que yo buscaría una habitación entre aquellas paredes. La dueña de una de aquellas cuevas miró con su único ojo mis monedas y aceptó darme una habitación. El precio fue alto.
- El único inconveniente es que tiene que compartirla.
No me importó: Había dormido con las peores compañías. Me tendí en un catre de madera, junto a la ventana. En el fondo de la habitación, en una cama de madera, alguien dormía.
Al despertar encontré, al pie del catre, a un hombre gigantesco. Había empezado a hablar antes de que abriera los ojos.
- Los dos somos forasteros. Este no es un buen sitio para forasteros.
Me contó el largo viaje que lo había llevado hasta allí. Lo escuché con paciencia. Después de su relato dijo:
- No sabes quién soy, sino no hubieras hablado conmigo. Soy el verdugo.
Esperaba que me alejara de un salto.
- Un oficio como cualquiera- dije.
- Aquí nadie me habla.
Buscó entre sus cosas una varilla de madera, atada a una correa de cuero.
- Cuando voy al mercado tengo que señalar los alimentos con esta vara. Nadie quiere comer una manzana que ha sido tocada por la mano del verdugo.
- Veo que es un pueblo de gente ignorante y supersticiosa- dije con desgano.
- Vienes de afuera y dices no creer en estas cosas. ¿Pero acaso serías capaz de darme la mano?
Me tendió una enorme mano roja, llena de cicatrices: heridas y marcas dibujadas por el roce de las sogas y el filo de las hachas.
Apreté su mano, menos fría que la mía.
- Es la primera vez que alguien le tiende la mano al verdugo. ¿Quién eres, que no le tienes miedo a nada?
- Soy el nuevo verdugo- respondí-. He venido a reemplazarte.

La salvación
Por: Adolfo Bioy Casares

Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo" -sin duda estaba pensando el tirano- "es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?" Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. "Por humildes que sean" -dijo indicando al pájaro- "hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros".

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