martes, 25 de octubre de 2011

Editorial

En una civilización donde resulta inmoral no ser feliz y donde predominan la evasión, la violencia mediática y la frivolidad, sucede que el hombre actual sufre por no querer sufrir. Y prospera el infantilismo, que declara: “Sufro: alguien tiene que ser el causante”. Es el argumento que Nietzsche llamó “de las ovejas enfermizas”. Todo esto lo comparto en el siguiente texto, que  intenta despertar el sentido de responsabilidad con uno mismo, y por ende con los demás. Porque el cambio y las mejoras siempre empiezan por uno mismo. Después de siglos de investigación, la frase disparadora de la Filosofía occidental “Conócete a ti mismo”, sigue siendo el camino que nos puede llevar a la Felicidad.
Se dice que estas palabras estaban inscritas en la puerta del templo de Apolo en Delfos, lugar de culto en la antigua Grecia. A pesar de que se suelen atribuir al filósofo Sócrates (470 a.C. – 399 a.C.), su origen se remonta más allá del siglo VI a.C., siendo más antigua que la historia misma de la Filosofía. La importancia de este aforismo atemporal radica en que orienta a los seres humanos a que exploremos nuestra realidad interior, donde se encuentra todo lo que necesitamos para poner fin a nuestro sufrimiento y alcanzar la plenitud que tanto anhelamos.

El editor

El sufrimiento en la “civilización del placer”
Por Luis Hornstein (Psicólogo y ensayista)
La moral y la felicidad, antes enemigas irreductibles, se han fusionado; actualmente resulta inmoral no ser feliz. Hemos pasado de una civilización del deber a una del placer. Allí donde se sacralizaba la abnegación y la privacidad tenemos ahora la evasión, la violencia mediática y la frivolidad. La dictadura de la euforia sumerge en la vergüenza a los que sufren. No sólo la felicidad constituye, junto con el mercado de la espiritualidad, una de las mayores industrias de la época, sino que es también el nuevo orden moral.
El hombre actual sufre por no querer sufrir. Quiere anestesia en la vida cotidiana. Ciertos sufrimientos sólo preocupan cuando son desmesurados, sea por la duración, sea por la intensidad. Para atenuarlos, para borrarlos, recurrimos a diversas estrategias: los fármacos, el alcohol, las drogas, la calma chicha de ciertas corrientes orientales que decretan vanos nuestros afectos y compromisos. Otra estrategia es el infantilismo y la victimización. Ambas intentan eludir las consecuencias de los propios actos. “‘Sufro: indudablemente alguien tiene que ser el causante’: así razonan las ovejas enfermizas”, escribió Nietzsche.
¿Qué es el infantilismo? Tenemos derecho a evitar la intemperie, pero otra cosa es pretender la protección que se le da al niño. El infantilismo combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites. La victimización es convertirse en inimputable según el modelo de los damnificados. Al demostrar que el ser humano es movido también por fuerzas que no conoce (lo inconsciente), Freud proporcionó una batería de pretextos para justificar sus actos (mi infancia desgraciada, mi madre “castradora”, mi padre ausente). La infancia termina con la pubertad. Pero tiene sus reediciones, que aportan un flujo renovador. Tal vez una vida más plena sea eso. No es necesario hacerse todas las cirugías ni hablar a la moda, basta con recuperar la capacidad de asombro de la infancia.

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