viernes, 27 de abril de 2012

Editorial



Estaba en el tren Urquiza viajando para el centro. Como todos los días, pasaban los diferentes vendedores ambulantes, pero en el último tramo veo que viene peleando con un andador una viejita, que de tan chiquita y arrugada no se le puede adivinar la edad; pueden ser 60 como 100 otoños arrastrando su pedido de ayuda por esos vagones. La mayoría de la gente va con sus auriculares puestos, y los que no, parece que tuvieran puestos unos invisibles, insensibles al lamento, quizás. Uno de los pasajeros se acerca y le da dos pesos, mientras acusa al resto de los que allí vamos de “lauchas”. Entonces otro señor, tocado por el reclamo del joven, detiene a la viejita y se produce el siguiente diálogo:
-Señora, ¿no tiene una pensión, una jubilación?
-No, una vez fui a hacer una cola a la municipalidad, pero era tan larga, y no entendía nada, y nadie me ayudaba; es todo tan injusto, tan injusto...
-Bueno, dígame su nombre y DNI que yo voy intentar comenzar el trámite por usted, trabajo en la municipalidad.
La viejita duda, hasta tiembla un poco, incómoda con la sorpresiva ayuda concreta y real, y responde:
-No, no me acuerdo del número... -y se aferra a su andador como si estuviera por caerse.
-Bueno, entonces dígame su dirección, necesito algún dato para averiguar y comenzar el trámite.
Ya confundida ante tanta atención, niega:
-No, yo siempre ando por acá nomás, en el tren...
-¿No tiene donde parar? Puedo averiguarle por algún asilo.
-No, tengo casa, pero no recuerdo la dirección. -Y se limpia un sudor inexistente con sus manos en su pollera, tan antigua como ella.
El hombre, ya sin saber cómo ayudarla, le anota su celular:
-Tome, llámeme en unos días, a ver que podemos hacer...
-No, no, no. Deje, gracias. -Y retoma el mando de su andador, compungida, quizá temerosa, o tal vez ofendida.
El chico que le había dado los dos pesos toma el papel que queda colgando de la mano del azorado burócrata y lo mete en el bolso de la viejita sin que ella se dé cuenta... como nunca se dará cuenta de que la persona que más quizo ayudarla, para ella fue una amenaza: la amenaza de que la saquen del tren, de que le quiten su andador y su arrastrarse suplicante, para que por fin pueda sentarse y descansar... porque hace tanto tiempo que hace esto que ya no sabe hacer otra cosa, y no puede (o no quiere) imaginarse en otro lugar; aunque sea mejor, aunque por fin pueda descansar y ya no tenga que pedir más ayuda...
Y siguió, como si nada hubiera ocurrido, con su andar lento, lastimoso, suplicando ayuda, sin saber que no alcanza con pedir ayuda, si uno no está dispuesto a dejarse ayudar.

Una mañana nos regalaron un conejo de Indias. Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula. Volví a casa al anochecer y lo encontré tal y como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad.
Eduardo Galeano, El libro de los abrazos, Ed. Siglo XXI

El editor

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