lunes, 16 de diciembre de 2013

Microrelatos

Un fragmento magistral de Norwegian Wood de Haruki Murakami
Cuando me desperté tuve la sensación de seguir soñando.
El interior de la habitación brillaba tenuemente a la blanca luz de la luna. En un acto reflejo, miré hacia el suelo buscando los pájaros de metal esparcidos (sueño). Por su puesto, no había ninguno. Solo estaba Naoko, sentada a los pies del sofá, con la vista clavada al otro lado de la ventana. Tenía las rodillas dobladas y el mentón apoyado en ellas como un huérfano hambriento. Dirigí la mirada hacia el reloj que había en la cabecera, el cual no se encontraba donde lo había visto antes. Deduje, por la luz de la luna, que debían de ser las dos o las tres de la madrugada. Aunque estaba sediento, opté por permanecer inmóvil observando a Naoko. Llevaba la misma bata azul que antes y la mitad de su cabellera estaba sujeta por el pasador con forma de mariposa. Su bonita frente resplandecía a la luz de la luna. —¡Qué extraño!—, pensé. —antes de acostarse se había quitado el pasador.—
Naoko permanecía inmóvil. Parecía un pequeño animal nocturno hechizado por la luz de la luna. El ángulo de la luz exageraba la sombra de sus labios. Aquella sombra vibraba con pequeñas pulsaciones al compás de los latidos de su corazón, o acaso de sus pensamientos. Tal vez susurraba palabras mudas a la noche.
Tragué saliva para calmar la sed y aquel sonido resonó, atronador, en el silencio de la noche. Entonces Naoko, como si ese sonido hubiese sido una señal, se levantó de un salto y, con un tenue frufrú de telas, se arrodilló junto a mi almohada y clavó sus ojos en los míos. La miré, pero sus ojos no decían nada. Las pupilas tenían una transparencia inusitada; eran tan claras que parecía que a través de ellas, podría verse el más allá. Por más que miré, no logré ver nada en sus profundidades. El rostro de Naoko quedaba a treinta centímetros del mío, aunque yo lo sentía a muchos años luz de distancia.
Alargué el brazo e intenté tocarla, pero ella se echó hacia atrás. Los labios le temblaban. A continuación, alzó las dos manos y empezó a desabrocharse la bata. Tenía siete botones. Contemplé, cual si fuera una prolongación del sueño, como sus hermosos y delgados dedos iban desabrochándolos, uno tras otro. Una vez que hubo soltado los siete pequeños botones blancos, Naoko, como una serpiente que se desprende de su piel, dejó que la bata se deslizara desde los hombros hasta la cadera y quedó completamente desnuda, pues no llevaba nada debajo. Lo único que tenía puesto era el pasador con forma de mariposa. Naoko, todavía arrodillada en el suelo, se quedó mirándome. Bañado por la suave luz de la luna, su cuerpo tenía el lustre de la carne recién nacida, y casi despertaba compasión. Al moverse —en un movimiento apenas perceptible—, las partes bañadas por la luz de la luna se desplazaron levemente, las sombras que teñían su cuerpo cambiaron de forma. Los pechos redondos y llenos, los pequeños pezones, la cavidad del ombligo, las caderas, el vello púbico, todas las texturas de aquella sombra cambiaron de forma, igual que las ondas sobre la superficie de un lago.
—¡Que cuerpo tan perfecto!—, pensé. ¿Cuándo había adquirido Naoko unas formas tan perfectas? ¿Dónde estaba el cuerpo que yo había abrazado aquella noche de primavera?…
… El cuerpo que tenía ahora delante era muy distinto al de entonces. Me dije: —Su carne, tras experimentar diversas transformaciones, ha llegado a la perfección y renace bajo la luz de la luna—…
… El cuerpo de Naoko era tan perfecto que no logró excitarme. Me limité a contemplar, atónito, la preciosa curva de la cintura, los pechos redondos y lustrosos, el vientre esbelto que vibraba en silencio con su respiración y, debajo, la sombra de su vello púbico negro y suave.
Expuso su cuerpo desnudo ante mis ojos durante… ¿cuánto? ¿Cinco, seis minutos? Poco después volvió a ponerse la bata y empezó a abrocharse los botones por orden, empezando por el de arriba. Se levantó de repente, abrió la puerta sin hacer ruido y desapareció en el interior de su dormitorio.


"Sujetos estrechos de miras, intolerantes y sin imaginación. Tesis desconectadas de la realidad, terminología vacía, ideales usurpados, sistemas inflexibles. Son esas cosas las que a mí , realmente, me dan miedo. Son esas cosas las que yo temo y odio con todo mi corazón. Es importante saber qué es correcto y qué no lo es, por supuesto. Sin embargo, los errores de juicio personales pueden corregirse en la mayoría de los casos. Si uno tiene la valentía de reconocer su error, las cosas, generalmente, se pueden arreglar. Pero la estrechez de miras y la intolerancia de la gente sin imaginación son igual que los parásitos. Provocan cambios en el cuerpo que les acoge y, mudando de forma, se repoducen hasta el infinito [...]" 
Kafka en la orilla

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