martes, 28 de julio de 2009

Los miedos

Por: Germán


Primero soltaron las hienas. Se metieron hasta la intimidad, mientras jadeaban, para negarnos todo, para apropiarse de los restos de vidas destrozadas y entregar la sangre de las víctimas al deleite de los rapaces que se lanzaron gozosos a completar la carnicería. A las hienas todos las podemos reconocer y hoy, parece, supimos cortarles el paso. Muchos todavía se protegen de ellas, adobándose con composiciones hediondas para no asumir ningún compromiso. Los rapaces siguen comiendo lo que podamos producir y esa barbaridad todavía es la herencia.
Después vinieron los perros y los osos a augurar peligros absurdos, que no nos incumben, para que confiemos sólo en lo idéntico y todo lo demás sea amenaza. Cualquiera puede lastimar o saquear. Había que recluirse en el núcleo y mirar cómo atrás de las rejas las amenazas se multiplicaban en todas esas caras irreconocibles que en su miedo también se recluían en su identidad. Cada uno se protegió en su ghetto, algunos multitudinarios, unidos por el espanto, otros disgregados, acovachados, dispuestos a dejar de dormir con tal de seguir sintiendo el agrio presagio de la fatalidad.
Y por otro lado, despacito, nos metieron un par de virus.
Uno que nos hace desconfiar de los desconocidos, pero también de los cercanos para la intimidad, y nos quisieron convencer de que todo no se puede, que hay que ser austero con la entrega porque todo conlleva peligro. Sobrevivimos con algunos traumas, con desconfianza íntima, pero vitales. Algunos promiscuos, dicen, otros ascetas.
Ahora vino otro bicho, que ataca por cualquier lado y del que nunca estamos a salvo. Se lo mira fijo y crece –y nos bombardean con su imagen, porque así se lo riega-, siempre como amenaza, abarcándolo todo, cualquiera puede traerlo y sugieren que nos aislemos, que desconfiemos y que cuidemos a los demás porque también nosotros podemos tenerlo adentro. Hay que ser responsable y hay que ser miedoso, todo para explicar que no hay que salir. Hay que ser cuidadoso con los íntimos y temer también de ellos, y desconfiar, en silencio, de lo propio. No hay precaución que garantice protección, y con tal de mostrar el desprecio que genera cualquier extraño, unos cuantos se ponen barbijos con carteles de neón que sostienen que todos somos despreciables. La paranoia y el consumo constituyen las paredes del reducto que se instala, donde apenas cabe uno, pero nunca es suficiente. Hay que evitar las palabras, la cercanía, los roces, el intercambio, confiar es exponerse. El miedo es el cupón de entrada a una existencia falaz donde se es espectador de todas las limitaciones que se le imponen a la vida hermosa que podemos tener si nos animamos a compartir.
Sin los demás todo es irreversible y la vida es una experiencia diminuta.
En las sonrisas y los abrazos, en los besos, sobrevive la pureza de dar cariño sin especular al poner el cuerpo. Antes de ser expulsados del paraíso, el sol amanecía cada día invitando a acariñar, que después se fue reemplazando por acciones menos comprometidas, hasta que los hombres dejaron de concebir que el afecto se transmite mejor con el cuerpo y que es así como se multiplica al amor.
En el baile, la armonía del intercambio muestra lo absurdo que sería aislarse para tener una vida de experiencias desfloradas.
Para ir destruyendo, con humildad, toda esa porquería que decía que el silencio era salud, y hoy dice que el asilamiento, el mutismo voluntario, es la salud de lo inexplicable -algunos sí y otros no, pocos mucho y muchos poco (y avanzan para que lo poco cada vez esté más acorralado contra la nada)-, convoca el esfuerzo en la calle, trenzados por los brazos, donde el grito de la vida devuelve la confianza en los otros, para estar dedicados a que el presente sea un tiempo cada vez mejor, más fértil y más libre, garantizado porque con los demás, en la lucha, se aprende y se hace lo fundamental para crecer.
Fuente: www.kolgados.com.ar

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