lunes, 31 de mayo de 2010

Al infinito ida y vuelta

Por: Ernesto Alaimo (www.ernestoalaimo.blogspot.com)

Escenas de un día cualquiera en la ferretería de los poetas

Entra un hombre que aparenta más edad de la que aparenta, con grandes ojeras y el cabello corto negro ceniciento.
–Hola. Necesito un litro de pintura.
–¿De qué color?
–Y… un silencio… algo así como jazmín hecho trizas en la sombra, pero algo marmolazo; como que se cagó de frío.
–No se diga más. Aquí tiene.
–¡Ah, genial! ¿Cuánto le debo?
–Serían tres soles de mimbre caucásico, de ése que ya no lastima si los ojos se desprevienen.
–Uh… subió bastante esto, ¿no?
–Sí: todo lo que es pintura se fue por las nubes.
–Bueno ¿Sabés? Ahora ando algo corto… pero esta misma noche te los sueño. ¿Dale?
–Listo. Hasta luego. Después traeme la imagen.
–¡Seguro! Chau.
*
Una señora mayor entra ayudada por un bastón y espera su turno. A un costado hay un niño de grandes ojos y grande boca, que mira hacia la calle, como atento a algo que por supuesto no es la calle.
Un empleado se acerca, saluda e inquiere.
–Está el chico antes que yo –contestan sus setenta años.
–No, no se preocupe. Es un fantasma.
La señora abre los ojos hasta tenerlos como los del chico, cosa que en general significa bastante asombro, y mira a ambos varones alternativamente.
–Sí –insiste sonriendo el empleado–. Vea. Tóquelo.
La señora, que no se detuvo en sospechas ni miedos, extendió (eso sí, lentamente) su brazo y en su brazo su mano y en su mano su dedo índice hacia el niño, que seguía exactamente en la misma posición que al principio. Al llegar el dedo de la señora a la cara del chico, se topó con el frío.
–Ande, meta sin miedo.
El dedo avanzó tras la superficie del rostro, sumergiéndose en un líquido parecido al agua, pero un poco más denso, y que tenía la curiosa propiedad de incitar a quedarse a lo que estuviera dentro.
–Está de oferta. Acaba de llegar, importado. Inspiración de primera calidad.
La señora lo miró con los ojos del doble de tamaño y el aliento cortado. De pronto, su ceño se frunció: había reaccionado.
–Pero, ¿qué ferretería es ésta?
–La ferretería de los poetas.
–¡Ah! ¡Disculpe! –ostentando todo lo posible su enfado para contrarrestar su humillación–. Me confundí. Yo buscaba una de las normalitas.
–Qué se le va a hacer –condescendió el ferretero–. Hasta luego.

Escenas de un día cualquiera en la ferretería de los poetas
*
–Buenas… ¿Tiene clavos? –pregunta el hombre algo pelado, canoso, con cierto aire a Galeano.
–¿Clavos para qué?
–Tengo que clavar unas mariposas en mi espalda, bah, yo no, yo no llego con los brazos, ¿vio? –y empieza a reírse buscando complicidad–. Pero también quería clavar unas sobre una tabla de terciopelo caliente, ¿vio?, que va sobre una viga, abigarrada está a la viga que la abriga.
–¡No me diga! –y el empleado rió también–. Mire –dice, mientras hurga agachado en los cajones bajo el mostrador–: tengo unos clavos especiales para superficies candorosas, ¿ve? –le extiende en la mano unas cuantas espinas de cactus con ojos como cabezas para remachar–. Usted martille el ojo sin miedo, que al romperse derrama un pegamento. No sufre.
–Deme quince mil.
*
Entra un joven de aire ausente, realmente sin presencia, aunque el empleado que lo saluda adivina un fondo, o una superficie, muy deshecho.
–Hola, emmm… yo necesito un alma.
–Uhh… –suspira el empleado, conmovido, y chista–. Th! Mirá: nosotros no vendemos; tenemos accesorios para alma, viste, cuando se rompen, se vacían, sangran, pero almas almas… –Se acerca al joven desconsoladamente blanco y le dice por lo bajo– en realidad no se permite entrar a las personas sin alma, es una regla del patrón, pero andá tranquilo (igual, no te va a doler); yo creo que podés encontrar en algún bar o alguna sala de teatro chiquito, ahí a veces se pierden las almas, qué sé yo… Buscá, y por ahí encontrás, en algún rincón. Si no, lo que te queda es esperar en alguna plaza al sol, a que se les caiga alguna a los tórtolos y ruede lejos sin que se den cuenta, pero eso ya es criminal.
–No, deje, deje, gracias –y empezó a irse sin pasos, deslizándose por las irregulares baldosas de piedra.
–¡Suerte, che!
*
Entra un hombre. Es alto.
–Lamparitasss.
–¿Comunes?
–Sí, eh, de ideas, sí sí, comunes.
–¿Qué potencia?
–Y… estoy fundido, totalmente fundido. Como para cuarenta sonetos.
–75 watts.
–Bárbaro. ¿Qué salen?
–Quince bocados.
–Regio. ¿La probás?
–Cómo no –y enroscó el foco en un portalámparas de prueba; al presionar la tecla para encenderla, la lámpara estalló en una ola voraz de colores, texturas, sonidos, imprecaciones, vocablos exóticos e insinuantes, miradas, llantos, timbres de voz, lugares. Todo en un relámpago que dejó a todos los presentes aturdidos, abrumados.
–Estaba… estaba fallada –dijo al fin el empleado, recuperándose de la emoción.
–No importa. Yo ya tengo lo que necesitaba. ¡Adiósss!
–¡Atorrante! –masculló iracundo el pequeñoburgués que observaba.
*
Asoma una mujer de anteojos al pelo con cuadernos entre los brazos, que al ver la gran cantidad de gente en el local, encuentra a un empleado desprevenido al otro lado del mostrador y pregunta:
–Disculpame, una preguntita así no espero: ¿tenés entre luces?
–¿De mañana o de tarde?
–De tarde.
–No, atardeceres me parece que no me quedaron. Pero ahora, en dos horas, tenés uno en la plaza. Nosotros, cuando se agotan, los sacamos de ahí.
–Gracias. ¡Ah! ¿Y máquina de inventar nombres?
–¿Castellano?
–Sí.
–Sí, tenemos.
–Ah, bueno. Entonces espero.

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