lunes, 28 de junio de 2010

Al infinito ida y vuelta

Por: Ernesto Alaimo (www.ernestoalaimo.blogspot.com)

Escenas de un día cualquiera en la ferretería de los poetas

Entra una dama púrpura que parece la resurrección del abismo prenatal en el deseo de quienquiera la contemple. Su color entre purpúreo y azul sombrío late, oscureciéndose hasta negro y volviendo, con su respirar.
–Hola. ¿Está el encargado? –pregunta con una voz del mismo color.
–Sí, soy yo. ¿Qué necesita, prodigiosa dama?
–Vendo el placer de mi secreto. No sé si le andan faltando voluptuosidades…
–Mmm… a ver, me voy a fijar en el depósito.
Cuando el encargado, único personal presente, se va, la mujer se apaga absolutamente como un cerrar los ojos de tristeza.
Al volver y no encontrarla, el encargado se pone a rabiar:
–¿Cómo la dejé pasar? Seguramente vivíamos un mes de lo que estaba ofreciendo. ¿O no sería de esas chistosas…?
Pero antes de que acabe de sospechar, la dama resurge de su ausencia o su silencio, no queda claro, y lo interroga paciente con ojos de los que desatan guerras.
–Eeeeh –trastabilla la cabeza del encargado–. ¿Cuánto está pidiendo por cada pliego?
–No mucho, algo para comer nada más. Algunas esperanzas, algo de paz. Si usted quiere le doy todo por un puñado de perseverancias, para pasar la semana.
Al oír el “le doy todo” el corazón del encargado sufrió un no pequeño estrangulamiento al nivel de la garganta, pero luego volvió en sí (o en otro, en esos casos ya no se puede saber), y ahora decide no aprovecharse de la incandescente desdicha de la dama que sin saberlo tiene una mercadería muy preciada y buscada, y anda regalándola por ahí. Carraspea.
–Mire, mi estimada dama. Primeramente permítame decirle que es un honor para mí y para esta institución que usted esté presente aquí. Segundo: lo que usted tiene vale mucho, pero mucho… como mínimo yo tendría que darle todo el amor del que nos escribe, ¿me entiende? Y yo, la verdad es que me salvaría tener esa cantidad, pero no la merezco aún, nunca la he tenido. Pero yo le pido encarecidamente que me espere, así yo puedo reunirla. Por favor, espéreme, tal vez en sólo un par de años puedo conseguir lo que vale. Deme ese honor; considere que yo soy el primero que le dice la verdad, y usted podría estar ahora derrochando todo su océano nocturno sin saberlo. Déjeme que le dé como seña toda la paciencia, la entrega, el coraje que tenemos aquí; serán unos veinte kilos de cada uno, y ante todo lo que guardo con más celo desde siempre: una plantita de ternura que sembré hace ya veinte años y de la que jamás he cortado una flor.
Escuchando todo esto, la incandescencia bruna se fue deteniendo en un tono de púrpura que se iba incendiando cada vez más con infusiones carmesí y rojo, y hasta atisbaban destellos blancos, envueltos siempre en cápsulas de callado trueno azul. Hacia el final de la oferta, el propio rostro de la dama empezaba a mutarse, impredecible pero inminentemente, hasta que el color de su detenimiento hizo evidente que se aproximaba una sonrisa, y probablemente, lluvia de estrellas oculares. Advirtiendo esto, el encargado empalideció de horror y suplicó:
–Dama mía, por favor, tenga la piedad… estamos en un lugar cerrado, hay cosas frágiles, hay combustibles, podemos sucumbir si la mercadería se entera…
Ya el rostro de la dama empezaba a ser una aurora insoportable para las cosas de este mundo cuando los sensores del cielorraso detectaron el crepúsculo y se activó la alarma contra paroxismos, descargando una tibia lluvia de escepticismo en todo el local, cubriendo a los presentes con sus tropos.
La lluvia, que no mojaba a la dama, fue apagándola en un contracrepúsculo desgarrador que se llevaba al peligroso sol otra vez bajo su horizonte, y se llevaba a la dama otra vez hacia su ausencia absoluta, pero esta vez se leía en lo que quedaba de sus ojos sin sol atardeciente que se iba para no volver. La lluvia no pudo apaciguar la desesperación que hizo presa del encargado al ver la promesa convertirse en puro espejismo; empezó a temblar contraído, incrementando el volumen de su cuerpo; la lluvia recrudeció aún más pero no había forma de controlarlo. Al fin, se fue del mostrador hacia el depósito y la alarma, cuando la vibración acabó de acabarse minutos después, se desactivó.
A los diez minutos, un empleado lo rescató. Había tratado de suicidarse ingiriendo un bidón entero de resignación, cuando la dosis máxima soportable para la vida humana es medio litro. Lo llevaron de inmediato al Hospital del Desesperado, todavía con signos vitales. Evidentemente, tenía más de lo que creía para ofrecerle a la dama.

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