lunes, 28 de junio de 2010

Microrelatos

Los Nadies
Eduardo Galeano

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobre, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadie la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: Los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies; los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, re jodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen caras, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.


Crónica de la ciudad de La Habana
Eduardo Galeano

Los padres habían huido al norte. En aquel tiempo, la revolución y él estaban recién nacidos. Un cuarto de siglo después, Nelson Valdés viajó de Los Ángeles a La Habana, para conocer su país. Cada mediodía, Nelson tomaba el ómnibus, la guagua 68, en la puerta del hotel, y se iba a leer libros sobre Cuba. Leyendo pasaba las tardes en la biblioteca José Martí, hasta que caía la noche. Aquel mediodía, la guagua 68 pegó un frenazo en una bocacalle. Hubo gritos de protesta, por el tremendo sacudón, hasta que los
pasajeros vieron el motivo del frenazo: una mujer muy rumbosa, que había cruzado la calle.
- Me disculpan, caballeros --dijo el conductor de la guagua 68, y se bajó. Entonces todos los pasajeros aplaudieron y le desearon buena suerte.
El conductor caminó balanceándose, sin apuro, y los pasajeros lo vieron acercarse a la muy salsosa, que estaba en la esquina, recostada a la pared, lamiendo un helado. Desde la guagua 68, los pasajeros seguían el ir y venir de aquella lengüita que besaba el helado mientras el conductor hablaba y hablaba sin respuesta, hasta que de pronto ella se rió, y le regaló una mirada. El conductor alzó el pulgar y todos los pasajeros le dedicaron una cerrada ovación.
Pero cuando el conductor entró en la heladería, produjo cierta inquietud general. Y cuando al rato salió con un helado en cada mano, cundió el pánico en las masas. Le tocaron bocina. Alguien se afirmó en la bocina con alma y vida, y sonó la bocina como alarma de robos o sirena de incendios; pero el conductor, sordo, como si nada, seguía pegado a la muy sabrosa.
Entonces avanzó, desde los asientos de atrás de la guagua 68, una mujer que parecía una gran bala de cañón y tenía cara de mandar. Sin decir palabra, se sentó en el asiento del conductor y puso el motor en marcha. La guagua 68 continuó su recorrido, parando en sus paradas habituales, hasta que la mujer llegó a su propia parada y se bajó. Otro pasajero ocupó su lugar, durante un buen tramo, de parada en parada, y después otro, y otro, y así siguió la guagua 68 hasta el final.
Nelson Valdés fue el último en bajar. Se había olvidado de la biblioteca.

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