lunes, 27 de junio de 2011

Cuento

RAMONITA
Por: María Elena Mittelman

El cuerpo diminuto, arrugadísimo, casi inexistente de Ramonita, se me impuso con su realidad increíble. En el crepúsculo denso, sus ojos transparentes y lúcidos se abrieron como un refugio y albergaron mi asombro.
Me habías hablado muchas veces de ella, nombrándola con cariñosa intimidad como tu "noviecita de La Boca", y junto a la ráfaga olorosa de Riachuelo pobre y soñador, tu historia me llegaba en tonalidades de simpatía candorosa e inocente.
Nuestro propósito, al ir a visitar a Ramonita , tenía que ver con trasnochadas charlas que veníamos sosteniendo desde hacía largo tiempo sobre el hombre, la fe y el pecado. Pero entrampados en nuestros códigos de tantos años de aulas y de libros, el tema terminaba por languidecer entre palabras vacías y conclusiones inútiles.
Hacía falta un lenguaje más encarnado y primitivo, y mientras nos dirigíamos desde nuestras pequeñoburguesas calles habituales al áspero caos del puerto, yo ensayaba para mis adentros, con cierto nerviosismo, el próximo encuentro con ese personaje legendario que tus frecuentes menciones habían agigantado en mi fantasía.
Pero al verla, al dejarme envolver por su presencia vigorosa, comprendí que eso del "noviazgo" encerraba una profunda ironía. Comprendí que, lejos de ser una metáfora, Ramonita estaba implantada en tu mundo con una fuerza apasionada y vital, capaz de conmoverte y angustiarte como sólo el amor puede hacerlo, una fuerza totalmente ajena a la inocencia y al candor.
Fue después de atravesar barrios cada vez más pintorescos y humildes, de subir y bajar escalones obstinadamente erigidos contra los embates de las sudestadas, de orientarnos por la creciente proximidad del río más que por los escasos carteles deteriorados, que llegamos. Y allí estábamos, en ese mítico rincón de chapas y cortinas multicolores, síntesis de vidas esforzadas y humildes y de pintores bohemios, buscando la prometida y prometedora respuesta.
Golpeaste discretamente la puerta casi virtual de la pieza, dolorosamente miserable. Y luego de un largo minuto, la figura insólita de Ramonita emergió de la sombra como de la irrealidad de un sueño.
Se disculpó por su tardanza, diciéndonos que había estado hincada allí adentro, rogando por el bien del mundo. Y esa afirmación, que quizás en otro contexto y en otros labios me hubieran provocado sospecha o incredulidad, se instaló en mí con la misma naturalidad con que Ramonita nos miraba desde su transparencia, recortada contra el verdor de sus plantas hermosísimas.
Sacó tres sillas al patio crepuscular, extensión común de varias otras piezas-hogares, piezas-talleres, piezas-aguantaderos, piezas administradas por un dueño surreal, cotidiano e inaccesible a la vez. Dueño no solamente del espacio, sino también del tiempo, de las horas de jornadas duras, de las noches de insomnio, de los meses siempre demasiado largos, dueño de los incontables años de desposesión.
Pero con Ramonita era diferente. Ella había violado el dolor y la leyenda. Gracias a la ayuda de sus hermanos de fe, Ramonita se sabía dueña absoluta de las tres chapas del techo, y esa propiedad delirante la hacía trascender la estrechez del jornal, del lugar y de los días y erigirse en su pieza-hogar, pieza-patria y pieza-templo, con la serenidad del arraigo legítimo.
Mientras evoco todas estas imágenes, sujetas necesariamente al tiempo cronológico en el que se extienden las palabras, me sorprende la lentitud engañosa con que se impregna todo. Porque lo vivido, lo real, la presencia de Ramonita , sus plantas hermosísimas, su oración, sus ojos transparentes y su pieza con sus tres chapas inexpugnables, Ramonita y sus tres sillas en el patio crepuscular.... fueron una ráfaga instantánea que desbarató nuestra premeditada y ahora absurda idea de hablar del pecado.
El pecado y la fe, como temas de conversación explícita con Ramonita, hubiera sido algo tan fuera de lugar, tan obsceno, como preguntarle a un niño sobre la infancia o a un moribundo sobre la muerte.
Mientras su voz sencilla nos encantaba con anécdotas menudas y domésticas, yo fui poco a poco, como en una cirugía fantástica, estirando la piel gastada, modelando la turgencia de formas perdidas, recreando sobre su expresión vivaz la frescura esbelta de los pómulos, inyectándole en las venas el rumor olvidado de la sangre nueva. Y la ví, pujante y sensual, dueña de todos los secretos primarios, maestra innata y rotunda de la vida.
Ramonita, desde su raza remota, desde sus manos laboriosas, rescataba el carácter sagrado e irrenunciable de todo lo creado, mostrándonos su cuerpo disfrutado y sus ojos llenos como estandartes orgullosos de novia atemporal.
En el otro tiempo, en el otro cielo, el crepúsculo daba los últimos toques a su tela de luces y sombras contrastantes.
Supimos que era hora de irnos. Supimos que Ramonita, después de saciarnos con su sabiduría perturbadora y primordial, necesitaba volver a la intimidad de su pieza hogar-patria-templo, para seguir cosiendo su larguísimo vestido de novia y orando por el bien del mundo.

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