lunes, 30 de julio de 2012

Miniensayos


Dos reflexiones de Zygmunt Bauman

Ignorancia y poder

La ignorancia causa la parálisis de la voluntad. Cuando no sabes lo que te espera, no tienes manera de prever los peligros. Para las autoridades a las que les inquietan las dificultades que les impone una democracia sólida y consistente, la ignorancia del electorado y la desconfianza que casi todo el mundo tiene hacia el valor de la discrepancia, añadidas a la poca inclinación a participar en la política, son un capital político más que bienvenido. La dominación por medio de la ignorancia y de la incertidumbre cultivadas deliberadamente es más efectiva, y más barata, que el ejercicio del poder basado en la confianza del debate, en el análisis de los hechos y en el esfuerzo sostenido para ponerse de acuerdo sobre las cuestiones que se puedan plantear, y es la manera menos arriesgada de actuar. La ignorancia política se reproduce sin parar, y la cuerda trenzada con la ignorancia y la pasividad tiene la medida justa que necesita el poder cada vez que debe hacer callar la voz de la democracia o atarle las manos. 

Información, impotencia y certeza

Quizá el mensaje más seminal, aunque apenas articulado de modo explícito, de la extensión planetaria de la televisión sea el complejo desfase entre lo que sabemos y lo que podemos hacer; entre lo que desafía a nuestra conciencia y lo que clama por alguna acción, lo que nosotros, testigos pasivos, podemos modificar mínimamente. Tenemos todos los instrumentos para la tele-visión, pero apenas ninguno para la tele-acción: vemos más allá de lo que nuestras manos pueden alcanzar. Diariamente contemplamos cómo se hace el mal, cómo se sufre el dolor, pero el desafío que ello representa para nuestros sentimientos morales queda en gran medida sin respuesta. No hay duda de que algunas de nuestras acciones y reacciones están inspiradas moralmente, pero sus efectos no llegan a compensar la enormidad de cuestiones que los inspiraron. Somos demasiado conscientes de ello pero no sabemos cómo superar esa brecha. Habiendo sido colocados en la posición de "espectadores" (de testigos que ven cómo se hace el mal, pero que aun así no hacen nada por evitarlo, ni siquiera prevenirlo) se nos ha privado de la excusa más común para la conciencia culpable: el "yo no lo sabía". La única excusa que queda es la que se apoya en la impotencia: "Haga lo que haga no servirá de nada". Es una débil excusa, poco convincente incluso para nosotros mismos. Sospechamos -y con buenas razones- que más bien se trata de lo contrario: de que lo que hagamos o dejemos de hacer sí importa... Después de todo, en nuestro abarrotado intercomunicado planeta dependemos todos unos de otros, y lo que se hace en una parte del globo tiene un alcance muy superior a la visión e imaginación de sus actores. Somos, en un grado difícil de medir, responsables de la situación de los demás. Lo que ocurre es que no sabemos qué significa asumir esa responsabilidad y qué es lo que ello requiere. Y carecemos de los instrumentos que podrían lograr que nuestras preocupaciones e intuiciones morales reviertan en unas condiciones más decentes para la humanidad, haciendo al mundo más inhóspito para la indignidad humana y la humillación, y más acogedor para la atención mutua y la solidaridad.

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