sábado, 26 de abril de 2014

Microrelatos

La muerte, uno de esos accidentes

No es fácil nacer ni morir en F. No es fácil llevar a los muertos al cielo, ni vigilar el camposanto el día de difuntos. Vivir puede matar y acaso los muertos son más felices que los vivos: los cuida una chica guapa que sabe bailar boleros. El sol es implacable en esta aldea, los zopilotes no perdonan y los días parecen vaciados de aire. Aun así, más de alguno intenta engañar a la muerte. Tictac, tictac, tictac. Se acaba el tiempo. Antes o después, vamos a morir. Como en un cuento. Solos o acompañados. Maquillados o al natural. Moriremos por descuido, por accidente, por decisión propia o ajena. Ahorcados, fusilados, decapitados, embrujados. Moriremos por amor o desamor, con arrugas o sin ellas, lentamente o en un instante. De manera discreta o haciendo alardes de muerto. Y matar. Hacerlo en sueños, de prisa, sigilosamente. Matar por despecho, por venganza, porque sí. Matar a muchos o sólo a uno. Matar a enfermos y sanos, locos y cuerdos, a amantes, rivales o niños. Matar con gusto, con pistolas, con tijeras. Utilizar tal vez hilos, cuchillos, tartas, almohadas, hogueras o bichos. Derramar sangre o hacer de la muerte una pulcritud sin límites. Azucarada o amarga, la muerte campa a sus anchas en la Aldea de F. Huele a madera hueca, a sábanas mojadas, a piel de mujer. Muerte silenciosa o a gritos. Con forma de muñeca, tarántula, sombra o nube. Vamos a morir y a matar en cada cuento, para luego resucitar hacia el final. O no. Después de todo, nadie muere antes de tiempo. 

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