sábado, 26 de abril de 2014

Microrelatos

Hermanos

En la aldea de F. la vida era muy dura. No había tiempo para juegos y, cuando nació mi hermano, aún hubo más bocas que alimentar. Siempre me molestó su alegría innata, aquella mirada soñadora que parecía elevarle por encima de nuestras míseras vidas, así que de vez en cuando le daba una paliza para devolverle a la realidad. Le rompí la flauta con la que hacía bailar a los ratones del sótano y otro día quemé el muñeco que había tallado en un trozo de madera. Una tarde le sorprendí en el huerto, con un puñado de judías en la mano. Quería plantarlas y hacerlas crecer hasta el cielo. Le pateé hasta que las soltó y aquella noche las cenamos estofadas. Él no quiso probar bocado, pero me pareció que sonreía con disimulo. Por la mañana su cama estaba vacía y a nosotros se nos había cubierto el cuerpo de pelo. No está tan mal. Papá sigue durmiendo en su cama dura y mamá en su cama blanda. Yo no he perdonado a mi hermano y aún sigo esperando que regrese para hacerle probar mis nuevas zarpas. Anoche, cuando volvimos de explorar las vías del tren, vi un bulto acostado en mi cama y, convencido de que era él, le salté encima. No hubo suerte. Mamá me ha consolado y después ha limpiado los rizos rubios que quedaban en el suelo. Al menos hoy no cenaremos sopa.


La excitación de los muertos

La muchacha más joven del pueblo se encarga de adecentar a los muertos. Una vez al mes, con una falda mínima y un escote travieso, recorre el camposanto y, paño en mano, se arrodilla en las tumbas. Mientras frota la piedra sus caderas se agitan a ritmo de bolero. Saca brillo a las lápidas y sus pechos bailan. Los dedos se confunden, se alborotan, se marean, danzan con la bayeta, puliendo el mármol. La tierra late. Revienta de flores fucsias. Y la necrópolis rezuma un aire pegajoso. Un olor dulzón que cubre la aldea, sumiéndola en un amarillento letargo.


Enamorados

     Los enamorados caminan, en la noche silenciosa, por la arena de la playa. Cada tanto, las olas llegan a mojarles los pies.
     -¿Me bajarías la luna? -pregunta ella.
     -Si pudiera, sabés que sí -responde él.
     Ambos quedan en silencio. Ella no parece convencida.
     -Y bueno -reflexiona el enamorado-, "si la montaña no viene a Mahoma..."
     Y el paso siguiente de los enamorados se prolonga una veintena de metros en el espacio, hasta posarse ambos, livianamente, en el polvo blanco.

Juan Romagnoli, Universos ínfimos.

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