viernes, 3 de mayo de 2013

El círculo de la fluidez




Por: Moira Nardi 6/16/09

Se ríe Natalia. Imagina que las ideas le brotan con rapidez; poseen una fuerza arrasadora y sabe con la certeza de su megalómano delirio que éstas serán el motor que influya el pensamiento de muchos de sus coetáneos. Intuye la magnífica tarea redentora hacia los demás, sabe que de ella depende que otros puedan entender qué significa con exactitud esta existencia en la gran urbe americana. Continúa fantaseando. A través de su relato, infinito número de seres podrán identificarse con sus historias y lograrán una catarsis renovadora. Natalia está al tanto de esto y mucho más que aún no logra poner en palabras porque las mismas jamás abarcan la experiencia vital. Mientras estas elucubraciones le asaltan la conciencia, Natalia opta por hacer una pausa, saborear un cigarrillo que le deja un familiar e imprescindible gusto a tabaco amargo en los labios y mirar por su ventana de patio interno enfrentada a otras ventanas de patios internos tan grises como la suya.  Más allá de ella, y a solo pocos metros, el callejón trasero que condensa pertenencias de los habitantes sin techo. Un sillón, ropa esparcida, desechos de amores urgentes y protegidos, la pequeña fuente que temprano en la mañana ella colocó junto a la puerta, ahí mismo, junto al resto de los objetos desarreglados en la calle , esperando que alguno aprecie el obsequio que un día le hiciera una enemiga cercana. Natalia sabe que su espacio es sólo un frágil refugio que la ampara del afuera. Cada noche, los ruidos nocturnos le interrumpen el pensar con sonidos familiares de puertas que cierran duramente, de lavadoras que extirpan sedimentos del trabajo diario, de televisoras ruidosas, de madres que hablan a sus hijos sin el lenguaje de la ternura, de coches que arrancan o estacionan y de ocasionales peleas domésticas que exigen intervención de terceros sin que ella decida hacerlo. Intentando resguardarse, Natalia cierra las ventanas y también las puertas, sin que le dure demasiado la maniobra de exclusión. Bajo la excusa de recibir aire fresco, vuelve a abrir todo lo que puede abrir y acepta con resignación su destino de múltiples y anónimas compañías. Como sintiéndose parte vital de un cuerpo orgánico tan ajeno a sí misma, a ellas también se encomienda. Luego procede en busca de respuestas a sus interrogantes, y no puede más que  caminar una y otra vez por el reducido espacio en el que habita. Justo frente a la puerta de la refrigeradora descubre que no llegó ahí por cuestiones alimenticias, sino porque la superficie cuadrada terminaba allí mismo y de golpe fue donde comprendió que no era hambre lo que le acontecía sino un deseo insoportable de acercarse a la ventana y mirar el recortado pedacito de cielo mientras recuerda tiempos antiguos en el que se creía feliz. Dirigiéndose hacia el extremo opuesto, encuentra al lado de la televisión la puerta del armario con la ropa que ya no usa pero que aún retiene y en el reverso de la puerta, la fotografía de la abuela muerta, aquella que espera la bendiga desde el más allá. Le queda sólo el espejo del cuarto de baño para explorar, el mismo donde a veces pega con cinta adhesiva las notas que se escribe y que poco lee. Ha tenido que llegar a ponerlas de tal forma que le impidan ver su reflejo porque de otro modo, se da maña para no leerlas. ¡Justo allí donde cosas tan importantes están registradas y ella sin poder leerlas! Vagamente intuye cuánto se está olvidando de su vida. Inevitablemente, el camino en círculos llega a su fin y Natalia regresa al teclado donde le espera una hoja dispuesta a ser escrita sin ansiedad, insolentemente virgen de palabras. Las palabras. Con la fatalidad de lo irreparable que debe acontecer para cerrar el círculo de la esquiva fluidez, Natalia se acomoda en su asiento para dejarlas brotar en libertad.

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