viernes, 3 de mayo de 2013

Los tigres escritos



por Ema Wolf

Hay unos pocos tigres en el mundo que tienen la cabeza escrita.
Las rayas que les cruzan la frente, como pinceladas negras, se relacionan con los caracteres de la escritura china, de modo que la cabeza del tigre puede leerse. Algo dice en el tigre.
No aparece con frecuencia un ejemplar de ésos, apenas uno en muchos años, cada vez menos, ya que al haber menos tigres de todas clases también hay menos de los escritos.
En la antigua Mesopotamia se creía que los pájaros eran animales sagrados porque las huellas que dejaban sobre la arcilla blanda les revelaban fragmentos del pensamiento de los dioses. Algo parecido ocurría en China con estos tigres: se consideraban animales dignos de veneración, portadores de un mensaje secreto del más alto valor, grave y esencial.
El mensaje contenía el extracto de un conocimiento oculto de orden superior que abarcaba lo terrenal y lo divino, pilar de todas las verdades, el mensaje de los mensajes, el perfecto. El día en que fuera comprendido, nada iba a ser igual en el imperio. Siglos atrás, ya algunos decían leer el futuro en las marcas de los caparazones de las tortugas, pero no eran más que adivinos comunes ocupados en pronósticos domésticos de poco alcance, como la caída de la lluvia o el éxito de la cosecha. La cabeza del tigre representaba mucho más que eso.
Descifrarla era una tarea de dificultad extraordinaria.
Los emperadores la encomendaban a un puñado de sabios, de los pocos que entonces podían aventurarse en los enigmáticos pasadizos de la escritura china, siempre inabarcable y plagada de ambigüedades, contradictoria, perfectamente capaz de afirmar algo y desmentirlo al mismo tiempo, de confundir al lector con triples y cuádruples sentidos.
Mientras tanto, el tigre permanecía cautivo en una jaula regia viviendo a cuerpo de tigre en uno de los pabellones del palacio. Cada mañana los sabios se instalaban al lado de la jaula, consagraban su esfuerzo a Wen Chan, el dios de todo lo escrito y de los papeleros, y pasaban el día entero mirando la cabeza del tigre. El tigre miraba a los sabios y bostezaba.
Este ejercicio podía extenderse a lo largo de una vida entera, que podía ser la de los sabios, la del emperador o la del tigre. Para cosas como ésta los chinos desconocen el apuro.
El desciframiento del tigre era algo que debía ocurrir con seguridad alguna vez, pero era una vez sin fecha. Antes de morir —es decir antes de atravesar las puertas del Divino Jardín Celestial— desde su cama de jade —el jade es jabonoso— el emperador preguntaba a los sabios si habían comprendido el mensaje. Le contestaban que no. Moría satisfecho, sin embargo: eso sería considerado una prueba de que había sido paciente en su reinado.
De modo que el ejercicio se extendía en el tiempo, pero no se completaba. De hecho, nunca se supo que un tigre hubiera sido descifrado. Lo que de ninguna manera significaba un fracaso sino apenas una demora, prueba excluyente de la enorme dificultad de la misión.
El último emperador de la remota dinastía Sung tuvo su tigre escrito.
Se cuenta que una primavera marchó con un pequeño ejército a la provincia de Leao-tong y que allí, precedido por el estrépito de cientos de trompetas y atabales, llevó a cabo una cacería memorable en la que se mataron mil ciervos, cientos de osos y de jabalíes, y noventa tigres comunes. En esa cacería la fortuna también premió al joven emperador con un tigre escrito, que fue sorprendido en su guarida de cañas y conducido con mucho cuidado al palacio.
Seis sabios se ocuparon de la lectura.
Los seis vivían largamente a cuerpo de sabio sin otra tarea que la de observar las famosas rayas y pensar. Por la mañana observaban la cabeza del tigre desde todos los ángulos posibles, aprovechando la luz más límpida. Trazaban pictogramas en tinta sobre papel de arroz, mordían preocupados el cabo del pincel y vuelta a pensar. A veces el emperador y su séquito, músicos incluidos, los honraban con una visita. Fuera de eso, los únicos que perturbaban el trabajo de los sabios eran los sirvientes que les traían la comida y los limpiadores de jaulas.
Una vez al año los seis celebraban consejo para intercambiar impresiones, hipótesis. Razonaban hasta que les sudaban las sienes y los párpados se les volvían de plomo. Avances y retrocesos se producían con idéntica lentitud. Tenían miedo de precipitarse, dar un paso en falso imperdonable, desbaratar por ligereza o chambonada, la importancia del mensaje.
En cierta ocasión uno de ellos estuvo a punto de emitir algo.
El esfuerzo le trajo fiebre. La inminencia de la traducción provocó mucha ansiedad en el emperador y en la corte. Los honorables, muy altos dignatarios perdieron el sueño. La vez había llegado, se dijo. A último momento el sabio desistió de hablar. Por lo visto nuevas reflexiones lo habían puesto a salvo de cometer un error grueso. La tranquilidad se acomodó otra vez en el ánimo de todos, enroscada como un gato.
Hasta que ocurrió un hecho impensado, insignificante de cualquier modo que se lo mire.
Un jovencito recién llegado al palacio, el último de los sirvientes menores, entró una tarde por casualidad, correteando, al pabellón de la jaula. Se detuvo delante del tigre, miró con atención las rayas de la frente y soltó una carcajada estrepitosa. Durante un minuto largo no paró de reírse, doblado en dos, agarrándose la panza. Después siguió de largo, meneando la cabeza, hasta que la risa y él se perdieron por los pasillos.
El emperador lo supo. Como no hizo preguntas, nadie más las hizo. A los sabios los despidieron de manera discreta y definitiva.

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