lunes, 31 de marzo de 2014

Microrelatos

Por: Eva Díaz Riobello

Penitencia
Las viejas comadres de la aldea, esas que ven pasar la vida hilando frente a sus chimeneas, gustan de contar a los niños la historia de mi espejo de cristal negro. De cómo invocando artes prohibidas encerré dentro a mi nieta más joven y después, durante una noche de luna llena, me desnudé y dejé que su luz oscura bañase mi cuerpo marchito, convirtiéndome en la doncella perpetua que ahora soy. Afirman que desde entonces mi belleza es eterna y mi perversión, infinita. Ignorantes, creen que es el Diablo quien inspira mi crueldad. No saben que, cada noche, me atormenta el llanto inconsolable de mi pequeña, que me pregunta, una y otra vez, si se ha ido el lobo y puede salir ya de su escondite.

La caja
A la niña que vive en la mansión de la colina le cuesta conciliar el sueño. Apenas si cierra los ojos, escucha el eco de una delicada melodía que se cuela en su habitación, repitiendo sus notas una y otra vez, atormentando sus oídos hasta que ella se levanta sollozando, y enfundada en un frágil camisón blanco, recorre descalza los pasillos y sube a oscuras las escaleras hasta llegar al desván. Allí, en un pequeño pedestal, se encuentra el espejo y la barra de ejercicios. Cuando llega, una delgada línea de luz ilumina la sala y va haciéndose más grande mientras la niña se estira frente al espejo y alza los brazos en un gesto de súplica. Entonces el desván se llena de luz, la música suena más fuerte y la pequeña gira y gira al compás, como una bailarina enloquecida, bajo la mirada implacable de unos gigantescos ojos azules que nunca se cansan de observarla.

El arte de la doma
Me siento al borde de la cama y amarro los leones desvencijados que cuelgan sobre mis hombros. Es invierno. Me calzo las vicuñas y una vez anudados los caballos a la cintura, sacudo los cisnes de los brazos. Conviene abotonarse el corazón felino. Los ojos de cóndor me esperan en el joyero. Abro la caja y gira una bailarina. Una figura estúpida que mientras me maquillo el hocico, se ralentiza. Quisiera saltar y tomar la delantera al mundo, pero los guepardos están sin planchar. Tendré que conformarme con estas piernas de mujer que se arrastra hasta la cafetera; que saca las cucharitas del cajón y la taza del armario. Sobre la alacena, todavía acecha el turbio reptil liberado durante el sueño. Él me vigila. Sabe que lo volveré a atrapar. Tengo que encerrarlo antes de que salte sobre mi cabeza y desmane mi triste cuerpo domesticado.

Margaritas
Te quiero, mucho, poquito, nada, ay. Uno, dos, tres, cuatro. Te quiero, mucho. Cinco, seis. Pétalo que se resiste y tirón bestial y la madre que te. Poquito, nada. Siete, ocho. Margarita interminable. Flor deshojada a punta de pinza y dolor. Margarita sin pelos. Pubis trasquilado. Te quiero.

Amigas verdaderas
Era la muchacha más linda y todas la queríamos. Nos hicimos amigas suyas y la acompañábamos a todas partes. A bailar a la plaza, a recoger flores secas, siempre juntitas. Siempre. Y, aunque también era la más rica, todo lo compartía con nosotras. Todo. Vestidos nuevos, joyas e incluso perfumes franceses. Hasta que se encaprichó del chico más guapo del pueblo y no lo dejaba tranquilo. Tan fuerte le dio por él que su padre llegó a apalabrar la boda y claro, eso no lo podíamos consentir. Éramos sus amigas. Así que seguimos al chico una tarde que se fue a pasear solo a las vías e intentamos explicárselo, pero no lo entendía. Pataleó mucho, y sus gritos eran horribles. Nos costó limpiar la sangre, pero todas quedamos satisfechas, así que no entendemos a qué tanto revuelo ahora. A fin de cuentas, le dejamos el mejor trozo a ella.

Zopilotes
En tiempos de hambruna, los hombres arrancan a los niños de sus madres y los abandonan a las afueras del pueblo, a merced de los zopilotes. Aves de carroña con espuelas y yelmo como viejos conquistadores. Buitres enanos que cercan a los más débiles. “Recojamos a los fuertes”, dicen los hombres, sin intuir siquiera la venganza de los antiguos pájaros. Bichos de nombre azteca, animales sin voz que, a través de gruñidos, dan por cumplida su misión: quedarse con los valientes y dejar que los hombres nutran a los frágiles, a los blandos, a los pusilánimes que en tiempos de hambruna arrancarán a los niños de sus madres.

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