miércoles, 8 de octubre de 2014

Cuento

Las ciudades y los muertos 2

Jamás en mis viajes había llegado hasta Adelma. Oscurecía cuando desembarqué. En el muelle el marinero que atrapó al vuelo la amarra y la ató a la bita se parecía a alguien que había soldado conmigo, y había muerto. Era la hora de la venta al por mayor del pescado. Un viejo cargaba su carretilla con una cesta de erizos; creí reconocerlo; cuando me volví había desaparecido en una calleja, pero comprendí que se parecía a un pescador que, viejo ya siendo yo niño, no podía estar entre los vivos. Me turbó la visión de un enfermo de fiebres acurrucado en el suelo con una manta sobre la cabeza: pocos días antes de morir mi padre tenía los ojos amarillos y la barba hirsuta como él, exactamente. Aparté la mirada; ya no me atrevía a mirar a nadie a la cara.
Pensé: "Si Adelma es una ciudad que veo en sueños, donde no se encuentran más que muertos, el sueño me da miedo. Si Adelma es una ciudad verdadera, habitada por vivos, bastará seguir mirándola para que las semejanzas se disuelvan y aparezcan caras extrañas, portadoras de angustia. Tanto en un caso como en el otro, es mejor que no insista en mirarlos".
Una verdulera pesaba unas berzas en su romana y las ponía en un cesto colgado de un cordel que una muchacha bajaba desde un balcón. La muchacha era igual a una chica de mi pueblo que enloqueció de amor y se mató. La verdulera alzó la cara: era mi abuela.
Pensé: "Llega un momento en la vida en que de la gente que uno ha conocido son más los muertos que los vivos. Y la mente se niega a aceptar otras fisonomías, otras expresiones: en todas las caras nuevas que encuentra, imprime los viejos moldes, para cada una encuentra una máscara que se le adapta mejor".
Los descargadores subían las escaleras en fila, encorvados bajo damajuanas y barricas; las caras estaban ocultas por costales usados como capuchas. "Ahora las levantan y los reconozco", pensaba con impaciencia y con miedo. Pero no despegaba los ojos de ellos; a poco que recorriera con la mirada la multitud que atestaba aquellas callejuelas, me veía asaltado por caras inesperadas que reaparecían desde lejos, que me miraban como si me hubieran reconocido. Quizás yo también me pareciera para cada uno de ellos a alguien que había muerto. Apenas llegado a Adelma, ya era uno de ellos, me había pasado a su lado, confundido en aquel fluctuar de ojos, de arrugas, de muecas.
Pensé: "Tal vez Adelma sea la ciudad a la que uno llega al morir y donde cada uno encuentra a las personas que ha conocido. Es señal de que también yo estoy muerto". Pensé además: "Es señal de que el más allá no es feliz".

Ítalo Calvino, Las ciudades invisibles, Siruela, 1998.

No hay comentarios:

Publicar un comentario