miércoles, 8 de octubre de 2014

Microrelatos

La melancolía de los gigantes

Sin compasión, hunde la hoja de su arma en el centro de mi cuerpo indefenso. No hubo provocación alguna por mi parte. Una ira ciega alienta cada tajo, cada incisión arbitraria y salvaje de la carne. Los míos dijeron que no opusiera resistencia, que ello involucraría a los demás en nuevos peligros. Él, mientras tanto, profundiza la herida. Qué puedo hacer yo ante quien contraría de ese modo la ley natural sino sentir una vaga tristeza y esperar aquí, bajo el camino de estrellas, la bárbara amputación final, el momento en que me desplome sin más quejido que los de mis frondosas ramas al golpear agonizando contra el suelo.
Ángel Olgoso, La máquina de languidecer.


Migraciones 6

De qué sirve una espiga. Una tormenta, puede. Dos tormentas, muchísimo mejor. Pero una espiga, para qué sirve: di. Repasa, cuando ya nadie quiera reprochártelo, la jerarquía de los meteoros. El arrepentimiento no está entre ellos. El verano tampoco. Ahora es de noche, las dunas tienen párpados, la sed le teme al rayo y a la tenacidad de las hormigas. Encuentras en tu cama una balsa de náufrago con el tamaño exacto del corazón. En ese caso: ¿vuelves a dormirte?
Ángel Zapata, La vida ausente.


Un borrador de Borges encontrado entre los papeles neoyorquinos de Abelardo Linares

En una calle de una ciudad van a cruzarse dos hombres. Nunca se han visto. La ciudad en que va a ocurrir el descuidado encuentro la han pisado ambos por primera vez esta misma mañana.
Cada uno de ellos ama a una mujer y cada uno sospecha que esa mujer no le amará nunca.
Ambos sólo recuerdan de Cervantes el episodio de los molinos de viento ascendidos a rango de gigantes prodigiosos por los azares de esa imaginación inexacta que es la locura.
Los dos hombres lucharon en una misma guerra y en un mismo frente y ambos dispararon una bala que acabó en un mismo instante con un mismo soldado enemigo, partido el corazón por dos disparos. Ambos piensan con frecuencia que mataron a un hombre: un soldado que posiblemente amaba a una mujer que no le amaba y que recordaría unas páginas dolientes de Leopardi o un verso ambiguo de William Shakespeare que nunca llegó a comprender.
Al acabar la guerra, ambos hombres sintieron esa idéntica mezcla de alegría y terror que llamamos melancolía: un dolor hecho a la medida de los humanos.
Ambos hombres no saben que la suma de sus días será la misma.
Al cruzarse, esos dos hombres crearán un invisible espejo en el que se reflejará una mujer desdeñosa, una concreta estampa cervantina y una bala ciega que convierte a un hombre disfrazado de soldado en un cadáver vestido de soldado.
Al encontrarse, ambos hombres escenificarán una de las múltiples variaciones que admite el mito platónico de la caverna: dos sombras paralelas e igualmente infelices de un arquetipo que es a su vez una débil sombra de algo que no podemos conocer.
Están frente a frente en este mismo momento, parados en aceras opuestas, esperando a que cambie el color del semáforo. Se miran de forma casual, con una absoluta indiferencia por esa simetría que ambos desconocen. 
Felipe Benítez Reyes, Oficios estelares,

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