miércoles, 8 de octubre de 2014

Microrelatos


Una ciudad prodigiosa

Después de comer, mientras Toña se servía café, galletas y nieve de membrillo, la tía Martucha pidió que le trajeran los cigarros. Todos ocupamos nuestros lugares y nos apuramos a recobrar la compostura.
Martucha es una mujer pequeñita, un poco jorobada. Le gustan las joyas de fantasía y las blusas de seda. Tiene el cabello blanco, la piel floja, los ojos claros y cansados. Cuando fuma, su voz tenue comienza a bordar en el recuerdo.
—Del otro lado del mar —dijo la tía mientras las volutas de humo subían por los prismas de la araña— hay una ciudad de prodigio, en las orillas de un río. Altas construcciones de piedra la forman; erizadas por infinitas chimeneas. Sus tejados, que la lluvia abrillanta, están ocupados por gorriones. En los jardines, al pie de álamos de oro crecen hermosas mujeres de bronce que no conocían el frío. Bajo los puentes canta la corriente una melodía irrepetible. En las calles, aromadas por el pan y la cebolla, los niños juegan en corros y montan caballitos de palo. A la luz del crepúsculo, muchachas bellas como la aurora pasean por el fondo de los estanques. Y cuando cae la noche, la paz y el deseo se trenzan en un abrazo que remeda el del río y la ciudad.
Hay en el centro —dijo la tía mientras le aplicaba lumbre a otro cigarro y le pedía a Toña más nieve— una torre de plata. Tanto se eleva por encima del río que muchas veces se pierde en las nubes. A la luz del sol es difícil mirarla. Pero en las noches claras tiene el brillo del hielo. Una vez cada mil años, un coro de ángeles la celebra en las alturas.
La tía Martucha guardó silencio porque había terminado con el cigarro, porque Toña tiró algo en la cocina, porque la Beba se había quedado dormida y no la quiso despertar.

GARRIDO, Felipe. Conjuros. 2013.

“Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo, y defino, y deseo esos ríos, ella los nada. Y no lo sabe, igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga. Ese desorden, que es su orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y del alma que le abre de par en par las verdaderas puertas. Su vida no es desorden más que para mí, enterrado en prejuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, déjame entrar, déjame ver algún día como ven tus ojos.”

Julio Cortázar, Capítulo 21, Rayuela.

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